miércoles, 21 de octubre de 2009

Recordé una ola

Aunque me empeñe. Me cuesta creer que quedan personas adultas en este Universo Mundo que no recuerden un cuerpo tan frágil y ligero como el que proporciona la común infancia. 


Es natural. De la ingravidez regalada por el claustro materno progresamos (¿?) a una anatomía liviana y despegada de esa abundante segunda madre a la que llamamos Tierra.


G es una constante de gravitación. Es tan universal que a todos y todas nos iguala en aceleración sin admitir matices en el peso. En cuanto a la masa no tengo más remedio que hablar de mi prima Isabel. ¿Cuántos tendría yo? ¿Cuántos tendría ella cuando desnuda y ocultada por su madre (mi madrina) se dejaba retirar infinitos granos de arena junto al mar?


Al final del atardecer sucede en las costas mediterráneas un momento mágico donde el mar brilla de otra manera. Los granos de arena semejan terrones multicolores donde diminutos prismas improvisan una gama infinita de marrones, puntuales, oscuros, casi negros y escasos granos de descarada transparencia. Prima, madrina y granos de arena sucumbían a una armonía mansa mecida por el ronroneo y la espuma de aquellas inolvidables olas. Posiblemente, en aquel preciso instante y lugar residía la visión más poética que mi memoria alberge del mar.


Como mi prima era francesa, a su piel morena gobernada por genes hispanos, se añadían unos labios bastante claros, unos ojos bastante oscuros y un cabello largo y limpio que enmarcaba a la perfección un semblante armonioso y nítido. 


Puede que estuviese un poco flaca pues sus costillas marcaban un inexistente pecho, pero algo de mi hipnosis debió considerar mi madrina cuando dispuso una improvisada toalla alrededor del cuerpo de esa niña de unos cinco años. ¿Estaría yo ya entrando en los siete? Da igual, porque la cosa es que lo que se confirmaba no sólo era la inexistencia de un pene que quedaba sustituido torpemente con una grieta en su lugar.


A buen seguro que la frustrada continuidad en la observación y abundantes dosis de salitre de esa tarde cristalizaron en mi inconsciente. Lo digo porque años más tarde, posiblemente con once o menos, soñé algo insólito que luego el tiempo convocó a reunir. Mucho más tarde me encontré escribiéndolo tal y como ahora se lee.


Soñé una ola. Sí, una ola. Multicolor y enorme. Era una gran montaña de espuma. Descomunal. En franca actividad y permanente movimiento. Tenía tanto de azul luminoso como de blanco intenso, pero a la vez reunía la totalidad de los colores más alegres y vivos que se pueda imaginar. Era limpia. Atóxica. Psicodélica. Delirante. Impresionista. Saturada, polarizada y fresca. Vista de lejos la interpretaba cercana. Tenía algo de envolvente y eterna esa ola. No era yo sabedor de estar soñando una ola, ni pude recordar en qué momento apareció una niña mujer. Alguien, discretamente, sostenía una sombrilla que atravesaba la arena.


La ola seguía allí. En un segundo plano pero sin dejar de envolverlo todo. Y es que no dejaba de curvarse sobre ella misma. ¿Me creería el lector si le dijera que la música procedía de la ola?


Cuando aquella aniñada mujer morena me miró y abrió sus blanquecinos labios como para decirme algo o besarme desperté con una extraña, nueva y excitante sensación de tener mis vísceras abdominales del revés así como el órgano del deseo bien del derecho.


Sorprendido y confuso en aquel mar tan generoso conseguí recuperar la normalidad de mi respiración y empezar a entender que los sueños nacen de la misma vida.


Parque de Enrique Granados, 30 de junio de 2009

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